Los hombres no tienen entrañas.


-        La acompaño a planchar la ropa.  Estoy jugando solo, mientras canto  en voz alta: “quererte a ti”, de Ángela Carrasco.  Sigue planchando mientras me escucha esa parte de la canción: “Quererte a ti es luchar contra nadie en la batalla y ahogar el fuego que nace en mis entrañas…”.  Me interrumpe bruscamente.  Deja de planchar.  Me mira y dice, muy seria: “¡Los hombres no tienen entrañas…!”.  Dejo de cantar, porque no encuentro palabra que pueda sustituir.  Además, pierde su gracia la canción. 

Mientras relata este episodio, sus ojos se humedecen de emoción. Muestra ternura, cuando se acuerda de aquella mujer que planchaba.  Aquella que quería mucho y que le corrigió.  También intenta retener una lágrima, porque no puede decir en palabras lo que estaba sintiendo, mientras cantaba aquella canción.  Sus sentimientos se frustraron, porque ella lo había corregido delante de la persona amada, a quien estaba dedicando esa canción.  La vergüenza no pudo ser mayor. Aprendió a esconder sus sentimientos, asumiendo esa parte de su cuepro varonil que no tenía “entrañas”. 

-         Siempre la canto para mí mismo.  No puedo verbalizar.  Cuando estoy solo, la canto muy suavemente.  La vivo.  Siento.  Pienso en personas que amo.  Son rostros, que no puedo pronunciar sus nombres.  Cuando camino, por la calle, y voy cantando mentalmente, de pronto me confundo y me siento solo, como dice la canción.  Cuando alguien me saluda, me interrumpe, siento vergüenza, porque da la impresión que se ha dado cuenta que “no tengo entrañas”, ni permiso para amar a nadie. 

Entonces mira fijamente la mesita de centro, que nos separa.  No tiene miedo que sus mejillas se llenen de lágrimas.  El hombre que está relatando, ya no es el niño de aquella escena.  Está sumergido en su recuerdo.  Estancado en esa parte de su cuerpo que no existe.  En esos sentimientos disonantes de afecto y ternura.  Expresando, quizá las peores de sus luchas. Está viviendo un duelo afectivo muy importante en su vida.  Está dando el más duro examen para graduarse hacia la adultez de sus sentimientos.

-        Mi primer beso, es asi:  Si no me da la iniciativa, jamás lo haré yo.  Me pide permiso y nos besamos.  Quiero cantarle esa canción, porque es la experiencia más bonita que tengo, hasta el momento.   Tengo miedo que se de cuenta que no tengo “entrañas” y haga el ridículo.  Sigo besando.  Sigo sintiendo el silencio.  Tengo miedo, pero siento placer cuando nos estamos besando.

Su mirada se levanta.  Se da cuenta que ha crecido.  Su vida es un recorrido largo en lo académico y sus logros profesionales, admirado por todos los que le conocen.  Toma conciencia de sus afectos, en medio de su acostumbrada manera de intelectualizar todo.  De pronto, surge el recuerdo cumbre de un sueño perturbadoramente bonito:

-    Nos estamos acariciando.  Siento sus manos que me acarician y abrazan fuerte.  Me gusta mucho.  Me siento más amado que nunca.  No le puedo ver el rostro, pero no importa.  Solo siento su olor.  Me esfuerzo por verle el rostro, pero nada. Siento seguridad con sus manos acariciándome.  Yo la acaricio también, recorriendo su cuerpo entero.  Sintiendo piel a piel. Siento seguridad con sus caricias.

Ha levantado su rostro.  Porque los sueños, como todo mecanismo de temor consciente, es el reflejo de nuestros escondites más secretos.  El rostro no hace falta.  Solo el sentir las caricias de ese cuerpo negado.  Esa parte borrada del mapa corporal, por el miedo a ser descubierto.  Precisamente el rostro, lo que más se muestra, está escondido.  Las manos, como lo más obvio, están recorriendo cada parte corporal, con cariño, ternura, afecto, para dar seguridad, como buscando el punto cumbre, que le haga explotar su afectividad.  Está en el lugar más íntimo de sí mismo.  No importa lo que se muestra.  No importa el rostro.  No importa nada.  Simplemente la exploración erótica de esas manos que acarician mutuamente. 

-  Aquí estoy hablando.  Contando esta historia.  Reivindicando mis sentimientos.  Sintiéndome libre.  Amo mucho.  Viviendo mis duelos amorosos. ¡Aquí estoy!

No puedo dejar de preguntar, desde cuándo se siente libre.  En qué momento de su historia comenzó a sentirse libre de aquella aseveración: “los hombres no tienen entrañas”.  Sabe que le voy a preguntar. Me mira fijamente, esperando que formule la pregunta.  En cada palabra que digo, abre más los ojos, esperando el momento.  Como si estuviera dispuesto a gritar de emoción.  Poco a poco, acomoda su espalda al respaldar del mueble, dispuesto a pronunciar las palabras claras y precisas de la respuesta.  En ese instante, me acuerdo de los nombres y momentos, de los amores que me ha narrado en sesiones anteriores.  Dudo si tengo que hacerle la pregunta, tan obvia.  No quiero crear dependencias afectivas.  Esas cuestiones que  nos entrenan, en este tipo de casos, para no sentirme involucrado.  Lo miro con agrado.  Disimulando quizá, mis propias “entrañas”.  Decido, no preguntarle verbalmente, sino con la mirada.  No se puede verbalizar, para alguien que vive toda su vida, con una voz negando sus afectos y sentimientos, confundido con su identidad.  Lo miro con ternura y espero lo obvio.  Espero la respuesta:

-         Ahora canto en alto, con ganas y emoción, sumergido en todos mis amores: “… Es haber perdido miedo al dolor, es luchar contra nadie en la batalla y ahogar el fuego que me nace en las entrañas…”.  ¿Sabes desde cuándo tuve esa libertad?  Desde que escuché a un hombre cantar esa canción: ¡Los Morunos!

Se termina la sesión.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cromosomas sexuales, desde el lenguaje de la psicología

Adrián: Psicopolítica en tiempos inciertos.

Pensamiento adulto de la psicología de la "Resurreción"