Psicología del control interno y externo

 

Enciende la cámara de su celular y de fondo veo el cielo azul de Puno.  Sara luce un sombrero grande.  Siempre sonriente.  Acaba de llegar de trabajar de la chacra de una tía.  “Si quiera hay trabajo”, me dice.  Es el primer día de la terapia.  Desde su pueblo puede ver el lago Titicaca todo el tiempo. “Le voy a enviar una foto…”  Me dice resolutivamente: “Soy aymara”.  Le entusiasma hacer algo con los turistas que veía llegar antes de la pandemia.  Vive con su madre y su hermana.  Su madre está enferma y no puede hacer muchas cosas.  Así que ella ha tenido que asumir varios roles maternos.  ¿Por qué pidió tener una cita con psicología? Eso me pregunto después de llenar la ficha con sus datos.  No puedo quitar de mi pensamiento la cita anterior:

Katia no dejaba de llorar.  Todo comenzó la noche de navidad del año pasado, cuando la familia decidió reunirse, después de haber sobrevivido a la Covid-19 todo el año.  A los tres días comenzaron los síntomas: fiebre, cansancio, dolores del cuerpo y tos.  Todo se agudizó cuando mamá Elsita tuvo que aislarse, porque comenzó a toser frecuentemente.  La visitaban por la ventana de su habitación donde le cantaron el feliz cumpleaños, tres días después.  Katia empeoró y tuvieron que hospitalizarla en la Vinedita de Piura.  A los dos días hospitalizaron a Elsita, su mamá.  Kattia la iba a ver, con permiso de las enfermeras.  Le daba ánimo, hasta que le colocaron un respirador y ya no pudo comunicarse más con ella.  Solo la miraba de lejos.  Cuando Katia tuvo que salir de alta, se miraron de lejos con la esperanza de volverse a encontrar.  “No la pude abrazar para darle fuerza”. Mamá Elsita no pudo salir de la Vinedita con vida.  Katty, durante la terapia, encontró un mensaje de audio de su madre, donde le pedía que no se olvidara de apuntar los productos que vendía a sus clientes.  Después de algún tiempo, cuando el llanto fue cediendo espacio al recuerdo aguerrido para seguir viviendo dijo: “quiero visitarla en el cementerio”. 

Sara estaba en la consulta porque quería saber cómo hacer para postular a estudiar algo que tenga que ver con turismo.  En el colegio siempre la trataron mal, porque llegaba tarde.  Nunca le preguntaron por qué. Le castigaban por “ociosa”.  Caminaba buen trecho para llegar a sus estudios, pero tenía que dejar todo cocinado, porque su mamá estaba postrada con su artritis.  Su hermanita era muy pequeña. “Yo soy muy activa” lo repite sonriendo todo el tiempo.  Le molestaban en el colegio porque no se peinaba bien.  Hasta que un día una profesora le hizo unas trenzas: “me parecía a la chilindrina”, al salir del colegio se deshizo de ese peinado.  Lo cuenta con mucha risa.  Pero no puedo dejar de ver a sus amigos y amigas riéndose de su peinado y de ver a la maestra castigándola por sus desarreglos.  En ese colegio estudio Cristhian. Él es importante en esta historia, porque también lo atiendo en la consulta, para sorpresa mía.  ¿Cristhian la conocía y no me habló de ella? Surgió una pregunta en mí, porque caigo en la cuenta que entre ellxs también se ningunean.  Mi mente vuela en la paciente que debo atender después:

Lucía había salido del hospital hace tres semanas.  Su esposo pidió la consulta e iniciamos una relación que duró muchas sesiones.  Comentaba que en el hospital que la atendieron, fue la única sobreviviente.  “Todos me miraban como apestosa, como diciendo y ésta no se muere…” solo una enfermera la trató con cariño, refiere.  Cuando salió la aplaudieron de haber superado la Covid-19.  Llegó a la casa de su suegra.  Allí estaban sus dos hijas.  Preguntó como estaba su papá y su hermano.  Le dijeron que estaban en el hospital y los habían trasladado a Piura.  Algo no cuadraba en esas historias, por el rostro de su madre cuando preguntó por ellos.  No pude resistir decirle en las próximas sesiones ¿Por qué crees que pasa algo con tu papá y hermano?, su respuesta fue concreta: “…algo me ocultan”.  Su madre había enterrado a su esposo y a su hijo. Cuando volvió del cementerio, se cambio la ropa de luto y se fue a ver a Lucia diciendo: “No voy a perder a otra hija”.  Literalmente bebió sus lágrimas y se presentó donde Lucía que le habían dado de alta.  Ese día Lucía le preguntó a su madre por su papá y hermanos.  En la penúltima sesión, lloró mucho cuando se enteró de los sucesos.  Comenzó a vivir el duelo con sus hijas y su esposo.  En la última sesión nos reímos de lo mal que su esposo llevaba la casa. Ahora ella tenía que hacer todo de nuevo. No he dejado de pensar posteriormente en la madre de Lucía…

 Le pregunté a Cristhian sobre Sara, sonriendo me dijo que la conocía.  Que ella nunca hablaba en el colegio.  Él ahora está estudiando pintura en la Escuela de arte.  “Soy aymara y ayudó a mi mamá.  Me gusta la pintura… no sé qué más decir”.   Fueron sus frases concretas.  Estaba en terapia porque no podía exponer en sus clases.  Eso le repercutía en sus calificaciones, aún cuando sabía todo.  Luego me di cuenta de que su capacidad reflexiva está mucho más avanzada que en la ciudad, porque, al igual que Sara, pasan mucho tiempo pastando los animales en el campo. Interiorizan todos los sucesos.  Saben todos los detalles del clima.  Decidí unir a Sara y a él, en una terapia de grupo. Ahora somos muchos más y hablamos de nuestros cuerpos, la cosmovisión del norte, del sur y de los andes.  Apagamos y encendemos las cámaras y el micrófono de nuestros celulares, para permitirnos vernos y escucharnos.  Cuando habla de sus pinturas él mismo es. 

Entonces, me pregunto: ¿Dónde están tanto el padre de Cristhian como de Sara? Pocas veces hablan de ellos.  Por ejercicio terapéutico prefiero esperar para hacerles esa pregunta.  Por lo pronto, es fácil darme cuenta de que la esperanza tiene rostro y energía de mujer.  Porque esperanza significa fuerza que nos invade totalmente para luchar diariamente en lo que soñamos y deseamos, venciendo cualquier adversidad. Me miro a mí mismo, cuando ellxs me miran y vivo la esperanza.   

Fotografía enviada por Sara


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