Psicología del amor

Te quiero mucho.
Con esa frase, terminé de hablar por teléfono, un día antes que iniciaras el proceso de tu partida final.  Me sorprendió tu respuesta reactiva y constructiva.  ¿Por qué?
Por todo lo que habíamos hablado.  Tu familia, las anécdotas durante esos 23 años que compartí tu estilo de vida.  Fue muy bello trabajar en dupla siempre.  Tus recuerdos siempre fueron motivo para animarme a seguir adelante, pero también para retar mis decisiones.  Si hubieras tenido mi edad, también estuviéramos en algún lugar del Perú desafiando las convicciones místicas por un mundo más inclusivo.  No me cabe la menor duda.  Ese “Te quiero mucho”, significa también las fiestas que vivimos juntos y que buscábamos cualquier pretexto para pasarla bien. 

Aquel día feriado, cuando hicimos una fiesta en el almuerzo.  Solo éramos cuatro en la mesa.  Para nosotros eso era suficiente.  Cuando Elías comenzó a recitar poemas inventados.  Tú comenzaste a desafiarlo con otro poema: “¡Esa guirnalda! ¡Pronto! ¡Que me muero! ¡teje deprisa! ¡Canta! ¡Gime! ¡Canta!...” Con este soneto comenzó tu disertación de uno a uno.  Tiempo después me enteré que recitaste una creación de García Lorca.  Comenzó la fiesta con este uno a uno.   Eran las 12:30 del día.  No te venció, porque tu repertorio era amplio.  Las carcajadas y aplausos, de los otros dos disfrutábamos de ese magno evento, acompañaron el espectáculo.  Cuando te decía, tiempo después, que García Lorca fue acribillado por las huestes de Franco, te ponías serio porque esa tesis no la compartías.  Mucho menos, cuando conversamos sobre ese libro que vinculaba a Amorim con García Lorca.  Por ello, te traje a la memoria el último poema que recitaste aquel día: “Tú nunca entenderás lo que te quiero, porque duerme en mí y estas dormido, yo te oculto llorando perseguido, por una voz de penetrante acero…”  Con ese soneto acribillaste a tu contendor que no supo responderte con otro soneto o poema.  Eran las 20 horas, cuando terminamos esa fiesta, de la cual guardo en mi memoria.  Fui muy feliz.  Fuimos muy felices Antonio.

Los paseos largos, que aliviaran la carga de los lamentos escuchados.  De las historias que nos revelaban aquellos a quienes conocíamos.  Ambos compartíamos, mutuamente, esas historias que nos ponían tensos de la impotencia.  Lo conversábamos largamente.  “¿Cómo pueden vivir con esos sueldos de miseria?  ¿Cómo pueden estudiar y trabajar esos jóvenes?  ¿Por qué dos personas que se aman no pueden comulgar cuando se han divorciado?  ¿Quiénes somos cuando los demás no pueden compartir nuestra mesa?” y muchas preguntas más, que nuestros temas de conversación se hacían largos, sin darnos cuenta.  Entonces tomamos decisiones que transformaron nuestra vida.

Contratamos practicantes con sueldo.  Medimos los ingresos con la producción, mes a mes.  Apostamos por el financiamiento de las misiones de los laicos adultos y jóvenes.  Nuestro comedor se llenó de varias mesas y sillas.  El “convento” se llenó de gente que nos contagió su laicidad como lo éramos nosotros: laicos.  Nuestro pensamiento se volvió más laico aún.  El gozo creció como espuma, como también la alegría de volver a nuestra Fuente.  Comenzaste a sentir temor junto conmigo, por los esquemas mentales que íbamos rompiendo.  “Tantos años encerrados…” repetías una y otra vez.  No hay momento exacto, que pueda encontrar cuando decidimos volvernos laicos radicales.  Entonces, llegaron las despedidas.  Sabías que me estaba enamorando de los barrios que visitaba.  También tú, te ibas enamorando de aquellas actividades de los profesionales y jóvenes universitarios que trasformaron nuestra religiosidad funcional.  Te aterrorizaba cuando hablaba en público de nuestras experiencias, porque también sabíamos los dos, que era una despedida.  En el fondo era eso.  Aunque en la intimidad de nuestra casa me decías: “Está bien lo que has dicho, pero da no sé qué…”   La lista de despedidas se hizo infinita.  Yo tenía que partir y tú lo sabías.  Fue un rosario de adioses con nombres propios.

Nuestros amigos de Puno.  Tuctumpaya.  Mensajeros de la Noche, que nunca entendimos lo que pasó.  Mensajeros de la Salud.  Selva Alegre.  Mollebaya.  Potosí (Bolivia).  Tú concentraste toda la energía en los niños de la clínica, por una cuestión de salud personal.  Nos contábamos esas historias apasionantes.  Las historias de los colaboradores, a quienes escuchamos uno a uno en nuestra casa.  Las tarjetas navideñas, donde podíamos dirigirnos con libertad.  Tú con el café y chocolates. Yo escribiendo y tú releyendo, para dar conformidad.  El liderazgo que denominamos “Jesé”.  Eso que a nadie le importa, como todo lo laico a los ojos de la estructura religiosa.

Todo eso significó: “Te quiero mucho”, en nuestra última conversación telefónica, Antonio de mi corazón.  El resumen de todo lo laico y único que vale la pena vivir, como estilo de vida.  Lo comprendí, cuando repentinamente escuché tu respuesta y nos quedamos en silencio, antes de colgar, porque era la primera vez que lo decías explícitamente, confirmando todo lo vivido:
-          Yo también.

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