Psicología del Pánico, en tiempos del COVID-19


Después de siete meses, nos encontramos cerca de Huancabamba.  Estabas sonriendo con un amigo.  Sus ojos brillosos y una amplia sonrisa.  Nos abrazamos fuerte.  A sus dieciséis años, manifiesta la vitalidad por la amistad con gestos sinceros.  Así es Panchito.  Entonces vino a mí el recuerdo de la primera vez que le trajeron a consulta en Chulucanas.  Estaba con la mirada hacia el suelo.  Despeinado.  Su padre le traía de la mano.  Sus manos apretadas.  Entonces escuché la voz de su padre:
No quiere salir a trabajar para la chacra.  El maestro me ha dicho que le han hecho daño, hace un año.  No quiere ir al Colegio tampoco.  Llega a la puerta de la casa y se desespera y nadie lo mueve de su sitio.  Mi hijo era normal –sus ojos se humedecen ante la frustración-.  Dile al doctor lo que te pasa pues, hijito…
Comenzamos la tarea de entrar en la historia de Pancho.  El niño feliz. Inteligente.  Locuaz.  De pronto un accidente en las vallas de púas, que separan un terreno de otro, fue el inicio de su trastorno de pánico.  Su caserío está lleno de vallas.  Es que el cerebro cuando no tiene explicación para algo desconocido, simplemente lo inventa y lo exagera.  De esa manera, evita algo que le pueda hacer daño.  Se protege.  Comenzamos el juego de acercarnos poco a poco.  Hablar.  Dibujar.  Imaginar.  Tocar.  Observar.  Todo lo relacionado a las vallas con púas.  Al mismo tiempo observar la sangre.  Imaginar y ver la sangre.  Nunca pensé que esos juegos, me prepararía para afrontar mi propia sangre y sus dificultades.  Por ello, también te recuerdo Panchito. Sobre todo tu abrazo, que activaba todo tu ser.  Finalmente, de lo que se trata es preguntarnos sobre lo que realmente nos hace felices.  Eso nos hace superar cualquier adversidad que nos aferra obsesivamente a la vida o nos hace temer a la muerte.  Recuerdo tu abrazo, en tiempos de COVID-19 y me pregunto qué nos hace felices, para superar este pánico. Gracias Panchito.

Silvia. Tiene el cuerpo, como las mujeres de mi pueblo.  Ese día me miras orgullosa de sí misma.  No ocultas tu sonrisa.  Yo no puedo ocultar las ganas que siento de reír fuertemente contigo.  Tus manos gruesas.  Tus manos encallecidas por el trabajo diario, para los tuyos.  Mujer fuerte.  Mujer bella.  Hasta tu pelo está más brillante.  Cuando te tengo frente, sé que será una de las últimas veces que nos veremos, después de dos meses de continuos encuentros.  Voy a extrañar el cantar de su modo de hablar.  Atrás queda el recuerdo, cuando el abogado de oficio te trae a la consulta, para ayudarte a superar tus miedos y pánico a tu pareja:
Llega y me tira la comida.  Ya sé que me va a pegar, pero no le digo nada.  Me quedo parada como “cojuda”, frente a él.  No puedo hacer nada.  Me trata bien feo.  Lo hago por mis hijos. Si me bota, no sé qué hacer con mis cuatro hijos.  El mayor me dice que lo bote.  No puedo –su mirada cabizbaja muestra el terror a su relación-. Alguna vez mis vecinos han llegado para ayudarme.  Me da vergüenza salir, cuando me golpea…
Fueron encuentros de ejercicios para desaprender la indefensión.  Es decir, encontrar razones de defenderse ante lo que rebasa nuestras fuerzas.  Jugamos a gritar.  Recuerdo tu voz, que apenas se oía en las primeras sesiones.  Los abrazos a tus hijos, que hacían que tu cerebro volviera a recuperar la seguridad y el cariño, sensaciones básicas para el autoconcepto.  Es decir, mejorar el retrato de uno mismo como algo bonito y agradable.  Aquellas sesiones últimas, donde nos reíamos de oreja a oreja.  Cuando tus gritos se escuchaban por todo el centro, donde nos encontrábamos.  Gritábamos muy alto.  Terminábamos tumbados riéndonos a carcajadas limpias.  Hasta ese último día que me contaste que le gritaste a tu exesposo.  Se asustó.  Lo botaste de la casa.  Todo el vecindario se enteró y te apoyó.  Me enseñaste que ante algo muy dañino, que puede matarnos, tengo que sacar la fuerza de mi ser, gritar fuerte ante la amenaza de muerte, como la que siento hoy ante el COVID-19, para proteger a mí mismo y a los míos.  Expulsar mi pánico desde el espacio más íntimo del hogar.  Gracias Silvia.

Las diez y media de la noche, cuando suena mi celular.  La voz de Mañuco que me dice muy alegre, que estaba en un pueblo cerca, por cuestiones de trabajo.  Que regresabas a Chulucanas, sin ningún problema.  Aunque el sueño me invade, puede más el gozo que siento.  Primero porque comenzaste a trabajar.  Segundo porque viajaste solo.  Algo tan fácil de hacer para muchos, pero para ti, es toda una tarea que sólo comprendemos los que hemos superado nuestros miedos y pánicos.  Entonces, tengo que pronunciar las palabras certeras, claves: “no va a pasar nada”.  Para que me respondas, “ya lo sé” y te mates de la risa, como si la terapia me la estuvieras dando tú.  A propósito, desde de esa llamada, nunca volviste al consultorio.  Ha pasado cinco años, hasta que anoche me llamaste para darme esperanza.  Recuerdo aquella primera vez:
Soy un pecador.  Dios me castiga por todo el mal que hice.  Me ahogo cuando salgo de la casa al trabajo.  No puedo respirar.  Mi corazón se acelera, parece que se me va a salir. Los médicos se ríen de mí, porque siempre voy asustado y dicen que no tengo nada.  El psiquiatra me dio unas pastillas que me hacen dormir tranquilo y me relajan.  Pero sigo teniendo miedo.  Pánico a morir.  No puedo trabajar.  Tengo que andar con alguien. ¡Ay Diosito lindo!...
La relajación fue un gran inicio.  Te quedabas profundamente dormido, a veces, Mañuco.  Trabajamos mucho la religiosidad funcional que tenías.  Enfrentaste con tu razonamiento a tu pastor.  Comenzaste a orar de otra manera.  Hablabas con tu cuerpo, en algunas sesiones.  Sentías que te morías, para luego mirarme y decir, “no pasó nada”.  Te reías y pasábamos a la siguiente sesión.  En este tiempo, en que siento lo mismo que tú, estimado Mañuco, en tiempos del COVID-19, necesito relajarme y cuestionar mi creencia si no me hace solidario con los demás.  Que el pecado más grande, es encerrarme sin pensar en los otros y su felicidad.  El pánico a morir no es por dejar mi existencia, sino por quedarme solo sin los que amo: familia, amigos, vecinos, paisanos. Gracias Mañuco.

¿Qué nos hace felices?. Gritar fuerte ante la amenaza.  Relajación y pensar en los otros, solidariamente.
fotografía de Percy Galdó
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BECK, J. (2011). Terapia cognitiva. Conceptos básicos profundización. Barcelona: Gedisa.

SELIGMAN, M. E. (2000). Indefensión. Barcelona: DEBATE.

SELIGMAN, M. E. (2011). La vida que florece. Barcelona: Ediciones B.



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