Alejandra; mis recuerdos y la torta de chocolate, desde la psicología femenina

- Es una semana intensa.  Soy candidata y tengo que hablar sobre algunas cuestiones que nos han dado previamente.  No es que vayamos a polemizar, una frente a otra.  Cada una va a exponer sus puntos de vista.

Me mira.  Sonríe.  Continúa hablando, como si leyera mi mente.  Como si supiera lo que estoy pensando.  Entonces, entiendo que solo necesito escucharla, desde mi situación de varón, frente a ella, con apenas sus 15 años:

“Las redes sociales tienen su origen en aquella historia que nos contaron.  Cuando nadie sabía leer ni escribir.  Cuando teníamos que estar concentrados para entender que se nos decía.  Así todos aprendimos las primeras producciones literarias, que eran escritas a pulso, por sus autores.  Así nos contábamos las historias una tras otra…”

En ese momento, mi mente se traslada a la imagen de mi abuela.  Sentada en el pasillo de la casa, en su perezosa.  Se teñía sus canas, color negro.  Me contaba de aquel ladrón que entró a casa de su vecina.  Cuando ella lo vio por el espejo, mientras se peinaba.  Dice que a la vecina le dio mucho miedo.  No se explicaba cómo los perros, hueso y pellejo, estaban mudos. Hueso y Pellejos, son esos nombres raros que suelen poner a las mascotas en la Sierra.  Entonces, la vecina comienza hablar sola, elevando la voz: “Desde que me he quedado sola, mi cuerpo está Hueso y Pellejo”.  Los perros al escuchar sus nombres, despertaron y fueron a verla.  Comenzaron a ladrar contra el enemigo que estaba en casa.  Sacaron corriendo al ladrón.  Así se salvó la vecina.  Pasarían 15 años, para enterarme que lo que mi abuela, analfabeta, me estaba contando era una obra literaria de Ciro Alegría: Los perros hambrientos (Wikkipedia, 2017).

Alejandra se dio cuenta que estaba volando en mis recuerdos.  Estornudó, para atraer mi atención, y siguió hablando:

“Todo el mundo se contaba historias.  Los únicos que sabían leer eran los Reyes.  Que mandaban sus edictos a los pueblos bajo sus mandos.  Entonces, llegaba la caballería al pueblo.  Se abría una tela escrita.  Se juntaba al pueblo.  Se leía en voz alta.  No solían pegarlo y dejarlo.  Todos eran analfabetos.  Daban por cierto lo que allí se leía.  Normalmente eran normas para cumplir.  Todo el mundo se acostumbró.  No hacía falta leer ni escribir.  Se vivía para ser felices, dando al Rey y séquito sus impuestos, para vivir bien.  Todo era público.  Nada había privado.  Incluso hasta las casas estaban construidas de tal manera, que no tenían divisiones: las camas, cocina, la sala, nada.  Todo era uno sola pieza.  Todos se miraban todo el tiempo.  Todo estaba bajo la vigilancia.  Por eso, cuando el papá entraba a la casa, con un vistazo sabía si todo estaba en orden.  Porque así es la relación varón-mujer, como la del gobierno, políticamente hablando (FOUCAULT, 2006, pág. 86).  Es decir, tío, el varón supervisa, vigila.  La mujer organiza el hogar, obedece.  Por eso, el varón aprendió primero a leer y escribir.  Él leía a todos los de casa.  Era la cabeza del hogar.  A la mujer, igual que el Pueblo, no hacía falta que leyera ni escribiera, solo obedecía a su Rey…”

Mi mente volvió a irse por otro lado.  Me acordé de la Campiña de Narihualá.  Al desbordarse el río Piura, descubrí a esta gente linda, refugiados en la Loma.  Pasó más de una visita, para darme cuenta que las mujeres no sabían leer ni escribir.  Fue un dolor grande en mi corazón lo que sentí.  La inundación no fue lo peor de esa historia de mi tierra.  Los rostros de ellas y los niños, pasaban por mi recuerdo.  Mientras miraba fijamente a Alejandra.

Entonces, Ale, comió un pedazo de torta y bebió un sorbo de agua, al darse cuenta que yo estaba fuera del relato otra vez.  Como un enajenado. Esperó que yo volviera del trance, sumergido en mis pensamientos y continuó:

“Por eso tío, en los conventos grandazasos, las hermanas contaban, que una de ellas leía para todas, mientras el resto comía.  Igual era para los curas que vivían juntos, encerrados.  La superiora, o el superior, decía cuando comenzar y terminar la lectura.  Así también en todo lugar.  Pero de pronto, surgió la imprenta.  La producción literaria, que antes se tenían que copiar a mano, ahora se podía hacer a montones.  Tío, ¡la gente comenzó a leer más!.  Surgió la necesidad de las Escuelas, para enseñar a leer y a escribir.  Pero igual, aprendieron los varones primero.  Y como ya había varios libros, se podía leer solo.  Tanto que los médicos prohibían la lectura individual, porque decían que hacía mal a la vista.  ¿Imagina tío?  Decían los médicos que esa conducta, de leer solo en la cama, podía afectar “los órganos del cuerpo y bajar la tonicidad de los nervios” (SIBILIA, 2008, pág. 78). Ósea, te podías volver loco.  Creo que lo decían, porque todos habían comenzado a abrir los ojos con la lectura.  Se enteraban de más cosas que sucedía a su alrededor.  Nadie los podía engañar.  Comenzaron a sentir la necesidad de estar en ambientes privados, sin que nadie los vigile y moleste, como ese médico.  Por eso, las casas comenzaron a tener habitaciones privadas.  Pero solo los varones, no las mujeres.  Cuando a una escritora (Virginia Woolf, 1928), le preguntaron una vez, por qué las mujeres no habían escrito antes, contestó: las mujeres no tenían cuarto propio.  No había habitaciones exclusivas para ellas.  Eso es verdad tío…”

Otra vez, me quedé mirando lerdo a mi sobrina.  Pero, en realidad estaba pensando en Teresa, cuando me enseñó a escribir en la máquina Olivetti sin ver el teclado, con los diez dedos.  Ella perteneció a esa generación.  Ya las mujeres podían leer y escribir. Hasta aprendieron más rápido que los hombres a dominar las máquinas.  Mi padre no sabía escribir a máquina. Lo hacía con dos dedos, empujando bien fuerte, que estremecía toda la casa.  Teresa, mi madre, escribía rápido.  Me enseñó ese arte.  La primera vez que escribí delante de mi padre, se emocionó.  Me contrató para copiarle todos los memos, en su oficina.  Claro, después, en mi inocencia infantil, me di cuenta que a las mujeres las relegaron para secretarías.  Así se les dominaba, nuevamente.  Yo, era como secretaría, hasta que me revelé con mi padre…

Ale, se dio cuenta en lo que estaba pensando, totalmente absorto otra vez.  Se rió y me dio el tiro de gracia, relatando con voz fuerte y firme, a lo que quería llegar:

“Las mujeres y varones, llegaron a leer solos.  Compitieron juntos.  Ahora están en competencias iguales.  Pero, ¿sabes qué tío?, se les quiere minimizar.  Se les cuida de las redes sociales, en la cultura cibernética.  Porque se piensa que son más débiles y propensas a ser heridas, maltratadas, usadas, explotadas.  Todo eso es verdad.  Pero también es para los varones.  A ellos, se les cuida (vigila) menos.  Nos ven como retardas mentales.  Por eso, me han puesto este tema: Lo negativo de las redes sociales.  Solo para las mujeres, que llevan la peor parte, según el esquema mental de la mayoría.  Imagina tío, que estamos celebrando los 100 años de las religiosas que llegaron para estar con las mujeres.  Organizaron escuelas para las mujeres.  Les enseñaron a leer y escribir.  Unas mujeres a otras mujeres.  Era para ayudarles a salir de esa relación política, entre varón-mujer.  Y lo han logrado.  Aunque, ya pasó 100 años y aun siguen empecinadas en mantener el colegio solo de mujercitas. Allí si se estancaron. Pero la idea era otra.  Yo celebro que estas mujeres hayan llegado, porque solo así hemos llegado donde estamos ahora.  Hasta cierto punto nos liberaron.  Aunque, aún falta mucho por recorrer.  Tío, ¡Qué rica está esta torta!...”

Sus ojos y los míos se iluminaron.  Estábamos disfrutando la torta de chocolate, como esta bella historia. 


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FOUCAULT, M. (2006). Historia de la Sexualidad 2. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

SIBILIA, P. (2008). La intimidad como espectáculo. Buenos Aires: Fondo Cultura Económico.


Wikkipedia. (04 de octubre de 2017). Wikkipedia.com. Obtenido de https://es.wikipedia.org/wiki/Los_perros_hambrientos

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