Psicología de "Lo que no tiene nombre"

Escribir desde la psicología, o la bioética, acerca del más allá de la muerte de mi hermano, es imposible. Todo lo que escriba sobre ello sería un invento que no me puedo permitir. Puedo escribir de lo que significó su muerte, antes que ésta ocurriera y que tomó sentido después de los sucesos de aquella noche. Las personas que amó y que poco a poco fui conociendo después. Sus preguntas directas y el esfuerzo por solucionarlo todo. Quiero descifrar, en este aniversario de su muerte, los signos psicológicos, para intentar describir su risa a carcajadas en mi memoria.
Nada tiene nombre en su ausencia absoluta. Las fotos que mostramos de él, irónicamente sin movimiento, son parte de un pasado que nos recuerda lo terrible que fue su muerte. Porque una fotografía pasa a formar parte del pasado inmóvil, donde alguien tiene que contar la historia, si quiere darle movimiento. Vida en la fotografía, pero indiscutiblemente, pasa al lugar de los recuerdos de forma inmediata cuando se toma. Nada más inmóvil que las fotos, como las frases vacías de los rituales religiosos para recordarle, de otra forma, después de su muerte. Pero, ¿Qué hablamos aquellos días de la fotografía en la playa?
De los sueños de la familia. De mi posible cambio de rumbo de vida,
después de tantos años en la rutina. Las
convicciones políticas. El trabajo en
los andes. Sus viajes y amigos. Los libros de Rostworowski. Algunos secretos de intimidades de los
nuestros y de nosotros mismos. Estábamos
tan vivos, hermano mío. Más vivo no
podía estar. Conocí a las personas que amó. Llenó mi memoria de recuerdos de infancia y nos hemos reído hasta que nos duela la cara de tanta carcajada. Las anécdotas de Jamaica, New York, Grand Cayman, Europa… no eran los lugares, sino los amigos que hizo con tanta pasión. Piura y la intensidad de sus amigos de promoción del colegio. Sus colegas, docentes de idiomas. Las primas Romero y toda la familia. ¡Tanta vida no cabía! Cada recuerdo era en un proyecto nuevo. Por eso, el silencio de su muerte se vuelve infranqueablemente retador, cuando tengo que reconocer que lo amé mucho.
Los abrazos y consuelos en su funeral
no tenían sentido. Estaban llenos de
imaginación, en las palabras expresadas, que se clavan como un puñal en los
sentimientos de la ausencia, por la muerte de Franklin. El silencio es la mejor palabra para
acompañar los duelos. Las palabras se
convierten en puñales que hieren más profundamente lo irreparable que es no
tener la presencia de quien amamos. ¿Será
por eso que no le gustaban los funerales?
Todo huele a él en casa. Los recuerdos fluyen por todo lado, donde se dirija la mirada. Cada rincón. Por todo lado se escucha su voz. Y la lluvia que cae en el techo y en los
jardines, me recuerdan los últimos momentos con él. Y no hay cuerpo para abrazar, retener o
sostener. No está mi hermano, mi Colorao. Esa es la realidad.
Estoy el mismo lugar donde nos
dejó y que tendremos que partir también.
Mientras tanto, seguiremos celebrando cada palabra, gesto, movimiento,
donde podamos percibir algo de él. Lo mejor de su recuerdo, está en el útero
que nos cobijó y en los pechos que nos amamantaron. Allí, con ella, donde las palabras intentan
explicar “lo que no tiene nombre” y donde la experiencia de parir nuevamente,
tiene otras dimensiones que no conocía. Entonces, vale la pena tener esperanza a dos
años de su muerte.
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BONNETT, Piedad. (2013). Lo que no tiene nombre. Bogotá: ALFAGUARA.
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