El relato de mi historia psicosexual
Hola Lucía. Apenas 14 años y ya estás locamente enamorada
de Alberto, un hombre que vale la pena a sus 25 años. Estás ilusionada de verlo trabajar en su
chacra, con el inmenso ganado que posee la familia. Además, “letrado”. Porque, Alberto viene de una universidad de
Lima. Dos años de estudios superiores.
Él también está locamente enamorado de ti, estimada Lucía. En el campo, la etapa de exploración
relacional, propia de tu edad, es como descubrir el mundo de los afectos sin
temor, en la comodidad que te da madurez de Alberto. ¡Muy bien Lucía!
Estoy mirando tus ojos, mientras
relatas estos acontecimientos. No dejas
de reír con dulzura. Tu pelo ondulado,
lo imagino más grande y arrogante, cuando suceden los hechos que me estás
contando. Hasta que por fin, vuelvo a la
escena de tu relato. El
matrimonio. No te da tiempo de explorar más
el mundo de las emociones y los afectos con lo masculino. Alberto se constituye en tu única posibilidad
de escudriñar el mundo afectivo y sexual.
“Nos casamos…” afirma Alberto.
Tiene una sonrisa que solo se comprende, cuando al pasar los años, la
sigues manteniendo hacia la pareja que amas.
Alberto tiene que trabajar
fuera. Ya tienes dos hijos Lucía. Sigues siendo adolescente, con dos
hijos. Lo extrañas en su ausencia, pero
estás contenta en la casa de tus suegros.
Ahora aprendes a explorar los afectos en ausencia del ser que amas. Lejos de la ciudad, que conoces más en la
fantasía que en la realidad. Aquel
vecino que se te acerca. Te
coquetea. Llega un nivel de pasión, que
tú no conocías más allá de los límites de tu marido: cercanía, semejanza,
reciprocidad, activan todo lo necesario en los neurotransmisores, que hacen por
un momento sentirte mujer. Ser humano
vivo en los afectos. Júbilo, gozo, son
los efectos psicológicos de tales encuentros.
Aturdimiento también. Puede más
tu fidelidad, descartas esa conexión emocional y afectiva. Entonces los rumores del pueblo crecen. Incluso en la familia de Alberto: ¡Traición!
Agachas tu mirada, para contar esta historia, plagada de aturdimiento.
Alberto llega a casa. Conoce los acontecimientos. Su rol de varón le confunde, porque tiene que
proteger, defender, mostrar con firmeza ante los demás que él es el hombre de
Lucía. Eso le habían enseñado en Colegio
religioso donde estuvo internado casi diez años, antes de ir a la Universidad. Allí
también aprendió la fidelidad tiene un costo de honor. Lo había vivido y
experimentado en el seno de su familia.
Piensa mil veces en la traición tuya Lucía. Te ama, odia y al mismo tiempo, estimada
lucía. Te lleva a la chacra. Porque a un hombre, estimada Lucía, tal como
te lo dijo tu padre: “Se le escucha y no se le dice nada”. Así lo haces con tu padre desde que naciste y
ahora te toca practicarlo con tu marido.
Entonces me cuentas que Alberto
te lleva a la chacra para conversar.
Lejos de la casa. “Le castigué
con 30 latigazos…” interrumpe él, para seguir el relato. La sonrisa se vuelve seriedad y
tristeza. El objetivo es controlar,
intimidar y someter a Lucía. Lucia
piensa que se lo merece. Ella ha sido la
transgresora. Merece que su cuerpo arda
de dolor, ante el mismo castigo que recibió desde pequeña por su padre. Porque, nuestra “Madre María” jamás le había
enseñado eso de traicionar a quien la protegía y le daba el sustento para vivir
a ella y sus dos hijos. Él se confunde
con las enseñanzas del perdón en el colegio religioso. Llora ante el cuerpo flagelado de lucía. Le pide perdón y la abraza. Lucía sabe que se arrepiente y entiende que
se lo merece. Entiende que así debe ser. No tiene que decir ni una palabra, sino creer
todo lo que dice y hace su hombre es real y verdad, sin objeción alguna. Deja que él abrace su cuerpo flagelado,
porque le pertenece. Que la bese. Que le haga el amor. Él entiende que sigue siendo su dueño y
amo. Ese cuerpo es suyo. Vuelven a casa, sabiendo lo que sucede. Ha quedado pactado su amor perverso y
disonante con una moral que no es igual para ambos. Necesidades afectivas que se confunden con
roles impuestos. Pasión no culminada de
una relación afectiva patógena. Él también
la traiciona, con otra mujer. Ya no hay
nada que reclamar. Se separan. Ella vuelve a la casa de sus padres. El se queda solo. Cumplió su rol, misión e hizo prevalecer el
honor de todos los hombres del mundo.
“Nos volvimos a juntar año y
medio después…”, me dice Lucía con una sonrisa, recordando la
reconciliación. Pero él no deja de
pensar en aquella traición. Dos hijos
más, producto de la reconciliación. Una
intimidad de pareja no culminada en Lucía.
Secretos inconfesados. El
psicólogo que trata a Alberto le increpa que debieron separarse para siempre,
con dos hijos. Él desarrolla una crisis
de hipertensión, asociada con convulsiones.
Lucía sabe que la religión es un refugio para poder vivir en paz. Ambos se entregan a la práctica religiosa de
su parroquia.
Miro tu pelo Lucía, color
ceniza. Percibo tu belleza de aquellos
años. Hoy, cuando más de 55 años han
pasado y en él ya bordeando los 70 años.
No pueden disfrutar de la vida sexual.
Porque tú lo amas Lucía. Él
también. Tantos años juntos. Tu cuerpo Lucía. Tu cuerpo tiene una memoria de la cual no
sabes darle nombre a esas sensaciones.
No deseas tener sexo, ser abrazada, pero lo amas. Él te abraza.
Te besa. Siente el deseo de tener
sexo contigo, pero siente que tu cuerpo se aleja. “Solo con ella siento excitación…” afirma
Alberto. Aquí están los dos, tratando de
entender sus cuerpos, sus historias, sus heridas psicosexuales para poder
comenzar amarse al atardecer de sus vidas, como reconstruir el placer del la experiencia
sensomotora de los primeros años. Aquí
están, tratando de suplir los años vacíos, en un cuerpo que clama caricias,
placer y ser felices con las complicidades de sus patologías que afloran como
recuerdo de heridas no curadas en el interior.
___
BARRIG, M. (2017). Cinturón de cacstidad. La mujer
de clase media en el Perú. Lima: EIP.
RAMOS PADILLA, M. Á.
(2006). Masculinidades y violencia conyugal. Lima: Universidad Cayetano
Heredia.
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