Psicología de la reminiscencia en una sociedad de "bastardos".
Llegas empapado de tus recuerdos,
don Adrián, a tus 91 años. Mirada tierna
y voz apagada. Sumido en la
tristeza. Tengo que acercarme mucho más
de lo normal, para escucharte. Puedo ver
toda la historia de tu vida en tu rostro y en tu mirada. Hay mucha ternura en ti. Sólo después del primer encuentro, puedes
romper en llanto para decirme: “soy hijo natural”. Entonces comprendo el origen de tu aflicción
y la necesidad de decir tu palabra.
La reminiscencia es lo único que
se me ocurre, como proceso terapéutico.
Tengo que volver a la fotografía que “recupera y mata”, paradójicamente. Sólo así se entiende el sufrimiento y se
enfrenta los duelos que necesitamos culminar.
Ese es el camino que elijo, en los encuentros contigo, don Adrián. De esta manera mi cariño y admiración crece
hacia ti, como un hijo para intentar salir de la oscuridad de los
lamentos. Entonces, pienso en la
historia de mi país. ¿En qué momento las
leyes pusieron fin al sufrimiento de los “hijos naturales” en el Perú?
Apenas 32 años que las leyes
peruanas pusieron fin a estas perturbaciones psicológicas, abuelo Adrián. Hasta
ese momento nuestras partidas de bautismo o nacimiento decían claro si éramos
hijos legítimos o ilegítimos. A partir
de esa fecha todos los hijos tenemos los mismos derechos ante la ley. Pero, los esquemas mentales no cambian tan
rápido, por eso estás aquí, frente a mí, tratando de entender la historia que
nos ocupa. Son más de 500 años que hemos
vivido bajo el esquema de la psicología de los bastardos, hijos de padres
desconocidos, espurios, ilegales. Somos
una sociedad cansada de emplear máscaras, disfraces en las relaciones
interpersonales, utilizando apellidos que pueda darnos una identidad en el
autoconcepto de cada latinoamericano.
Así es, abuelito Adrián, los
bastardos tenían que soportar la humillación del desamparo social: no podían
acceder a la herencia de su padre. La
madre, como toda la historia femenina, no formaba parte del poder
económico. El hijo ilegítimo tampoco podía
tener un cargo público: ni regidor, ni alcalde, entre otros cargos imposibles
de alcanzar para un bastardo. Será por
eso que preguntamos, hasta el hartazgo, el apellido y la familia de procedencia,
para ser visibles, cuando nos presentamos ante alguien, hasta hoy. Sigue siendo importante el origen familiar,
sin ton ni son, en las leyes actuales latinoamericanas. El bastardo no podía estudiar para ser
médico, abogado y, mucho menos, sacerdote o religioso. Esto último, era custodiado hasta con el
máximo detalle del morbo psicológico. Es
que en lo religioso está la llave para adueñarse de la conciencia de los seres
humanos. Allí donde la culpabilidad es
la cárcel para entrenar la pseudotrascendencia, construcción psicológica
artificial para no salir de los límites impuestos. Por supuesto abuelito, no podías acceder a
instrucción seria, porque no tenías partida de matrimonio de tus padres. ¿Cómo no entender tu sufrimiento, al atardecer
de la vida, abuelito de mi corazón?
Por una cuestión de honor a los hijos
legítimos, se les concedía en la edad adulta ser llamados con el prefijo “don”. Había que distinguir muy bien entre quienes
eran llamados por su nombre y aquellos otros que se le anteponía el “don”. De esa manera, se controlaba el orden social
y la imputación psicológica del desamparo aprendido. En la época de la Colonia, abuelito Adrián,
los hijos bastardos que estaban hartos de sus limitaciones, tenían que enviar
una carta al Rey de España, donde solicitaban que los reconociera como sus
hijos adoptivos, para poder acceder a ser llamado por don Pedro, don Juan o lo
que sea. De esa manera, su vida era
respetada. Este trámite se llamaba las “Gracias
al sacar”. Todo lo que implicaba este
proceso legal, estaba plagado de coimas y tiempos perdidos. Corrupción que hasta hoy no ha podido ser
extirpada, para tener un poco de dignidad ética. El autoconcepto es humillante, abuelito,
como tus lágrimas por haber trabajado en la casa de tu padre, para tus “medios”
hermanos como un sirviente, por ser hijo natural.
Hasta que llegó a su límite e hiciste uso de tu capacidad psicológica
de la trascendencia. Te enamoraste de la
hija de un peón y saliste de tu casa sin la aprobación de tu padre. Porque eso de que era tu padre, lo sabía todo
el mundo, pero eso no quitaba que sigas siendo bastardo. Te fuiste de casa asumiendo tu vida. Sin más.
Miramos las fotografías de tu
matrimonio. Tus hijos. Tus nietos.
Lloras de felicidad, porque es lo único que puede conectarse de
esperanza y gozo. Porque entre nosotros,
los bastardos compartimos alegrías profundas que nos conmueven. Somos una sociedad paralela, familias donde
disfrutamos de nuestros pactos fraternales, allí donde los intelectuales de
estirpe no han podido entender ni disfrutar, porque su entrenamiento falaz
sigue estando limitado a los fantasmas de las líneas parentales. Aquí estás tú, abuelito Adrián, disfrutando
de la reminiscencia, para poder hablar de la muerte inminente de esta historia,
de tu historia y del fin de un camino de nuestro propio país, con el fin de tu
vida al atardecer de tu existencia. ¿Qué
significa la muerte en una sociedad de bastardos, desde la psicología?
Igual que la poetisa
latinoamericana, significa volver a vivir la experiencia de parirnos de
nuevo. Significa lo mismo que hemos
hecho desde siempre, abuelito: abrazarnos llorando juntos, riendo juntos de
nuestras reminiscencias a través de la palabra.
Así como te escucho, en este momento, abuelo. Porque la palabra tienes la fuerza
psicológica de no ser enterrada y es capaz de movilizar nuestra capacidad de
trascendencia. Si la fuerza de la ley
nos liberó para ser iguales hace 32 años, después de más de 500 años de
historia discriminadora, entonces podemos abrazarnos en la esperanza de morir
en paz, abuelo Adrián. En nombre de Latinoamérica
bastarda, llegó el día abuelo de morir a esos esquemas mentales, que nuestra
salud mental recupere el equilibrio para lo que estamos hechos: la trascendencia.
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BONNETT, P. (2013). Lo que no tiene nombre.
Bogotá: ALFAGUARA.
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TORRALBA ROSELLÓ, F. (¿Qué es la dignidad humana?; ensayo sobre PETER
singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris). 2006. Barcelona:
Herder.
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