A FRANKLIN, mi hermano. (Mt. 6, 7-15)
A Jesús no le gustaban los
funerales. Cuando asistió a uno, hizo
andar al difunto y se terminó el funeral.
En otro, hizo resucitar al que estaba muerto y fin del velorio. A mi hermano Franklin, tampoco le gustaron
los funerales. Pero no solo en eso fue
evangélica su vida.
A Jesús no le gustaba la oración
que se lucía en público con muchas palabras.
Por eso, mostró en silencio su cariño, cercanía y reivindicación con las
personas: tocando, abrazando, celebrando comidas y bebidas. La fiesta de la
fraternidad. Esa era otra actitud que mi hermano Franklin, mi gran hermano,
copió literalmente de Jesucristo. Fue su oración permanente.
¿Qué le gustaba a Jesús? Le gustaba la oración de la intimidad. Aquella que se logra encerrada en una
habitación, lugar de nuestros secretos.
Donde está el calor de nuestra compañía con nosotros mismos y los “más
nuestros”. Allí donde el cariño es tan
cercano, que podemos abrazarnos y podemos decir que todo es “NUESTRO”. Hasta el último momento de su vida, Franklin,
quiso darme esa lección. En la intimidad
del hogar quiso quedarse. Me dio su
cuerpo para tocarlo, abrazarlo, bañarlo, limpiarlo, besarlo. Como la hacía la Madre nuestra. Con ella, nos unimos en esa oración
actitudinal. Cuando quisimos sacar del
espacio de intimidad esa actitud orante con la vida misma, nos dijo
tajantemente, y con la dulzura evangélica: “Se han portado mal, no me dejan
dormir”. Él había comenzado su oración y
nosotros queríamos impedirla, de manera egoísta.
Como Jesús, nos indicó que todo
es “NUESTRO”, en esa intimidad. La
Sonrisa de los que amamos. La firmeza de
sus convicciones. La honestidad de sus
luchas, que crearon convicciones profundas.
El cuerpo que sostiene nuestra alma.
Todo es “NUESTRO”, cuando se ama y se dona la vida, hasta el final. Por eso, el perdón no depende de ninguna
divinidad. Ni de la del Dios, que
nosotros creemos. Depende del perdón que
demos a los demás. Hasta esos pequeños
rencores humanos, en la intimidad del perdón, se hacen “NUESTRO”.

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